Pongo aceite en la sartén, agrego las espinacas y la ricotta, y un leve sentimiento de incomodidad.
El balcón abierto, las últimas luces del viernes sobre el Brenta, el calor que transfiere la celosía de madera, y un pequeño pero vívido movimiento interno.
Roberto apaga la radio, las hermanas cierran las ventanas, el agua sigue fluyendo hacia la fuente, y la presión en la garganta aumenta.
No le falta mucho al revuelto, quiero comerlo, hay un ruido? una cucaracha? y el silencio actúa, denunciando la soledad.
Tengo el plan perfecto para mañana, el minituper lleno de frutos secos y un pronóstico prometedor, y la angustia entra.
Extraño, extraño porque extraño.
Empiezo extrañando a la última persona que se fue: Caterina. Me trajo unas plantas de pomodorini y yo pensaba que se quedaba un rato en casa. Pero su escapada ágil después de una conversación de impasse me sorprende.
Me lleva unos minutos acostumbrarme a que ya se fue. Me duele un poco. Me gustaría estar con ella. Me gustaría estar con Jérém. Quiero felicitar a Mari, ir a la montaña con Tina y unos mates con Franco.
Me gustaría recibir un mensaje de Nick, tomar una cerveza con Xuan-Nhi, caminar por el bosque con los patagónicos. Extraño a mi último ex-novio, al anterior, y al primero. Quisiera verlos a todos.
Extraño Mar del Plata de cuando tenía ocho años y el Río Paraná de 2010. Al dueño del almacén de Ourense y al señor que prepara los spritz en el bar de Povo. Extraño cuando ví por primera vez la catedral de Santiago de Compostela, y todas las estrellas fugaces que conté junto a Diega en los Pirineos. Me gustaría visitar otra vez el Museo Castagnino, el Musée des Confluences y el Deutsches Museum. Extraño las clases de Física los viernes a las 7. Quisiera hacer unos pases en la cancha de hockey de Frankton. Meter un golazo en entrenamiento y llorar porque estoy cansada. Hacer mi primer vuelo en parapente. Probar una vez más el giro de codos en el trapecio y la desenrolada en la tela.
Siento el sabor de la tarta de acelga, y la de queso y pollo de mi mamá. Extraño el pororó del Parque Independencia y el helado de autito de La Montevideana. Los caramelos negros feos. La cerveza del foyer del ENS y la torta de banana de Nieves. Extraño el pan con manteca y azúcar de mi abuelo Oscar y la única vez que mi abuelo Girdo me dejó manejar el camión.
Y es así, cuando extraño a alguien, extraño al mundo entero.
Y se termina cuando me voy a dormir, porque se cierran las celosías de madera.
Nuevos encuentros, lugares y vivencias me esperan cada mañana para seguir acumulando razones para extrañar concretamente todo lo que extraño cuando extraño.
No llueve sobre el Brenta |
Casco perdido |
Bípedos en un refugio |
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